Jugar al baloncesto y practicar español

Si estás en Madrid y quieres emular a Gasol, nuestra ciudad tiene cientos de canchas públicas donde seguro que encuentras a alguien para jugar al baloncesto y practicar español.  En este enlace encontrarás algunas de las más famosas de la ciudad. Y, si buscas algo más organizado, puedes probar en la Liga Municipal o en este interesantísimo proyecto autogestionado: la Liga Cooperativa de Baloncesto. También recomendamos esta página donde puedes escribir un anuncio para jugar a tu deporte favorito y relacionarte practicando español.

Si te gusta jugar al baloncesto, en España hay una gran afición. El pasado 15 de septiembre nuestra selección nacional de baloncesto se proclamó campeona del mundo en China, tras vencer a Argentina en la primera final entre países hispanohablantes en la historia del torneo. Cuando los jugadores subieron al podio a recibir una medalla (de oro en este caso) lo hicieron por decimocuarta vez en los últimos veinte años, lo que demuestra el excelente nivel mostrado por el equipo español durante todo este tiempo. Tal vez alguien podría pensar que España es una potencia histórica, pero las cosas no fueron siempre así. Ni mucho menos. Me gustaría intentar explicar, para quienes no lo vivieron o no lo siguieron de cerca, lo que supuso para el sufrido aficionado al baloncesto español la llegada del siglo XXI y, con él, de una generación de jugadores que nos iba a dejar con la boca abierta. Especialmente uno de ellos: Pau Gasol.

Hace 30 años el panorama en el baloncesto internacional era muy diferente al de hoy. Estados Unidos, que con su equipo de gala sigue siendo en la actualidad favorito indiscutible en cualquier competición, era entonces tan superior al resto de países que podía permitirse enviar un combinado de universitarios y alzarse con el título en Mundiales y Juegos Olímpicos sin demasiadas complicaciones. En el 92, tras dos deslices consecutivos ante Yugoslavia y la URSS, decidieron que era momento de mandar a los profesionales, y lo que antes era una diferencia considerable se convirtió en un abismo insalvable. Aquellos tipos parecían extraterrestres: eran demasiado altos, demasiado rápidos, demasiado fuertes. Saltaban mucho más y tiraban mucho mejor. Su técnica y manejo del balón eran apabullantes. Era absolutamente imposible ganarles, y las demás selecciones peleaban por ver quién quedaba en segundo lugar.

Pero no solamente los estadounidenses estaban a otro nivel. Las ya mencionadas y extintas Yugoslavia y Unión Soviética presentaban año tras año plantillas rebosantes de talento y centímetros, y se repartían las migajas que dejaban los yankees (e incluso les daban algún susto de vez en cuando). ¿Y España? Bueno, no éramos malos… pero, desde luego, tampoco éramos muy buenos. Contábamos con jugadores notables (Epi, Fernando Martín, Villacampa…) y solíamos acabar los torneos con resultados dignos, pero nos faltaba mucho para competir con los colosos de Europa del este, no digamos ya con los norteamericanos. Nuestros pívots eran bajitos comparados con los suyos, carecíamos de explosividad, no teníamos grandes tiradores. Selecciones más asequibles sobre el papel, como Italia o Grecia, acostumbraban a derrotarnos en los partidos decisivos mostrando un nivel de concentración e intensidad que los nuestros parecían  no poder alcanzar. Y las cosas habían sido así más o menos siempre. Llevábamos 5 medallas en más de 60 años, ninguna de oro. Por eso, cuando en el Mundial del 98 terminamos quintos, yo lo consideré un resultado excelente y lo celebré casi como una medalla. ¿Qué íbamos a pedirles a aquellos chicos? ¿Que les plantaran cara a Sabonis o a Bodiroga? No era que no hubiéramos ganado, era que no podíamos ganar. Mejor dicho: no era que no pudiéramos ganar, era que nunca podríamos hacerlo.

Al año siguiente, se celebró en Lisboa el Mundial junior de baloncesto… y lo ganamos. Los triunfos en categorías inferiores hay que cogerlos con pinzas, pues muchos de esos chavales no llegan al profesionalismo o cambian por completo su rol cuando juegan con los mayores. No obstante, tratándose de una victoria histórica, los medios se hicieron eco de la noticia y los nombres de jugadores como Raúl López o Carlos Cabezas comenzaron a sonar como ilusionantes proyectos de futuro. Yo recuerdo que me fijé en un chico que no había destacado demasiado en el Mundial, un tal Pau Gasol, porque vi que pasaba de los dos metros diez, algo muy poco frecuente en nuestro país, y pensé: “¡Toma, uno alto de verdad! Me vale con que no sea un paquetazo.” Si alguien me hubiera dicho entonces que, diez años después, ese chaval tirillas sería uno de los dos o tres mejores jugadores interiores del mundo, habría pensado que deliraba gravemente. ¡Pero si era español!

En sólo un par de temporadas, Gasol pasó de casi no participar en la final de Lisboa a ser elegido el MVP de la final de la Copa del Rey y de la ACB, desplegando un juego que jamás habíamos visto por aquí (y prácticamente en ningún otro sitio). Un alero de 2’15 m que podía botar, podía tirar y vivía por encima del aro. Los aficionados nos mirábamos perplejos y levantábamos una ceja: “¿Pero esto qué es?” No lo teníamos muy claro, pero una cosa sí sabíamos: aquello no pasaba a menudo y, desde luego y por encima de todo, no nos pasaba a nosotros.

No sorprendió, por tanto, que vinieran de la NBA preguntando por Pau. Actualmente, en la mejor liga del mundo participan deportistas de más de cuarenta países, y casi todas las selecciones tienen una o varias estrellas que juegan en Estados Unidos durante la temporada. Pero, en aquellos tiempos, los jugadores extranjeros no abundaban, y los pocos que conseguían llegar gozaban de pocas oportunidades para demostrar su talento. El único de nuestros compatriotas que había conseguido meter el pie allí había sido el gran Fernando Martín, apenas una temporada en Portland en la que prácticamente ni pisó el parqué. Por eso, cuando supimos que Pau jugaría en Memphis, la mayoría nos conformábamos con que no hiciera el ridículo y demostrara que tenía un huequito entre los mejores.

Así que cuando una mañana nos levantamos y fuimos corriendo a mirar sus estadísticas de la noche anterior (por la diferencia horaria entre EEUU y España, los partidos suelen ser de madrugada en nuestro país), pensamos que se trataba de un error. Aquellos números eran de estrella, y nuestro Pau era un novato recién bajado del avión, ¿cómo iba él a meter 20 puntos contra aquellos semidioses, por el amor de Dios? ¿He dicho ya que era español?

Así se fueron sucediendo las actuaciones memorables de uno y los pellizcos y frotes de ojos de otros, hasta que el último escéptico se convenció: lo teníamos. Por fin. Un jugador que podía mirar de tú a tú a esos gigantes que llevaban toda la vida maltratándonos y hundírsela en la cara. Y lo más maravilloso de todo: no estaba solo. ¿Cuáles son las probabilidades de que los dos mejores jugadores de la historia de un país nazcan el mismo año y sean amigos desde pequeños? Eso fue lo que ocurrió con Gasol y Juan Carlos Navarro, un tipo con más pinta de empleado de banca que de deportista profesional y que sembró el pánico entre las defensas de todo el mundo durante casi dos décadas. A ellos se fueron uniendo otras leyendas como Calderón, Reyes, Rudy, Marc, Ricky… Y comenzaron a llegar los títulos. Pero todo empezó con Pau. Él nos quitó el complejo, él nos hizo creer que podíamos.

 

La medalla de Pekín ha sido la primera en 20 años sin ningún miembro de la generación dorada del 80. Tranquiliza saber que hay relevo y que, al menos de momento, parece que no vamos a volver a la oscuridad. Pero jamás les agradeceremos lo suficiente a Pau y a sus muchachos lo que hicieron por el baloncesto español. Nos hicieron ganar, sí, pero sobre todo nos hicieron soñar como no habíamos soñado en la vida. Y creo que los gritos que Ramón Trecet, histórico comentarista, resumen perfectamente el sentimiento de todos los que vivimos aquella larga travesía por el desierto: “¡¡GRACIAS, GRACIAS, DIOS MÍO, POR EL CUATRO Y POR EL SIETE!!”

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